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COMPORTAMIENTO ANIMAL. MAÑAS DE JABALÍ VIEJO.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Realato de una caceria llevada a cabo por el autor en la provincia de La Pampa, y del astuto macareno que fuera su actor principal.


El padrillo tendría unos cuatro años. Como sus hermanos de lechigada, hacia ya un año que se había apartado de la piara. Si bien a esa edad no podía considerarse un trofeo excepcional, ya tenía algunas de las mañanas que caracterizan a los jabalíes viejos. Sabía jugar a las escondidas. Al menos lo había hecho con un amigo mío unas noches atrás.

Dentro del monte se movía a gusto, sintiéndose seguro. La vida no era mala en su espesura, ya que siempre había alguna papa de monte o bayas de caldén a mano para picotear. Tampoco faltaban insectos y otros animales pequeños para suplir el menú. El hambre, atraído por estos pensamientos, le apareció de golpe, y recordó los granos de maíz que sabía lo estarían esperando en el tajamar. A regañadientes emprendió el camino. Había aprendido a desconfiar de todo, y el tajamar era un lugar demasiado abierto para su gusto.

No estaría a más de trescientos metros del mismo, pero recorrer esa distancia mientras que se va tomando unos bocados aquí y otros por allá le llevaría al menos una hora. Mientras tanto podría asegurarse que el lugar estuviese libre de sorpresas. De todos modos tenía planeado entrar al maíz cuando fuese noche cerrada. No antes.

Ignorante de lo que transcurría, me encontraba en el apostadero, esperando su arribo. Quizá esta noche tuviese un poco más de suerte y pudiese verlo. El día anterior había bajado y nos había dejado sus huellas frescas como carta de presentación.

El tajamar donde me había apostado presentaba una playa de unos 40 metros de ancho, sobre la cual y cerca del agua había cavado unos pozos bastante separados entre sí, directamente frente al apostadero. En los mismos enterré un puñado de maíz. Esto evitaría que los pájaros comiesen el grano y retendría al jabalí por más tiempo en el lugar, ya que tendría que hozar para obtener su premio.

El sol comenzaba a caer. El horizonte se había teñido de naranja por el ocaso y reinaba un silencio absoluto, roto ocasionalmente por el trinar de algún pájaro solitario. Un par de patos sobrevolaron la charca y luego aterrizaron en la misma con su característico vuelo rasante. En el agua se reflejaban algunos árboles cercanos que daban unas sombras oscuras, quebradas aquí y allá por el naranja rojizo del cielo. En conjunto se tenía la sensación de armonía y nada parecía indicar que la misma fuese a ser rota en algún momento.

El animal alcanzó el borde del bosque con los últimos rayos de luz. Aún había demasiada claridad para su seguridad, por lo que decidió permanecer bajo la protección del mismo un rato más. Durante todo ese tiempo se mantuvo cubierto por las sombras, sin mostrarse en terreno abierto, venteando y escuchando. En realidad no tenía prisa. Parte de su apetito había sido saciado con unos bocados tomados al paso. Su plan consistía en aproximarse al maíz desde viento abajo. De esta manera la ventaja estaría de su lado. Si bien su visión no le alcanzaba para chequear el terreno enfrente de sí, su olfato y oído compensaban con creces esta falta. La oscuridad, cuando llegase, haría el resto.

Desde donde estaba, el jabalí podía olfatear el maíz y el olor de los vacunos que habían bajado a beber. Unos pocos patos nadaban en la laguna, mientras los teros deambulaban en paz, de aquí para allá. Para él, todo parecía estar tranquilo, en orden. Aún así, se mantuvo observando desde su escondite, sin exponerse. Estaba esperando por algo más. Que la luna de octubre fuese tapada por las nubes, al igual que la noche anterior. Así podría cubrir los últimos metros entre el bosque y los cebaderos, sin ser visto y con total seguridad.

Ni el jabalí ni yo estábamos plenamente seguros de que el otro estuviese en las cercanías. Si el animal hubiese pensado por un minuto que podría haber alguien acechándolo, no hubiese entrado. Todas las precauciones que había tomado son las que toma por rutina. Aún así, no estaba contento. Por eso suelen llegar a viejos los muy ladinos. Por otro lado yo no podía tampoco saber si el animal estaba en las cercanías y si se acudiría al cebadero. Solo podía confiar en que lo hiciese, pero nada más. De la misma manera que el padrillo tendría que confiar en su suerte si quería comer esa ración extra. Esa sería para mí la oportunidad ansiada; para él podría terminar en un susto o un desastre, dependiendo de mi puntería.

El apostadero era sólido y cómodo. Para hacerle más difícil a los jabalíes poder ventear al cazador, se hallaba sobre elevado. Ubicado en noventa grados con respecto a la dirección del viento y semi oculto por unos árboles, hacía casi imposible ser detectado. Desde el mismo se tenía una amplia visión de la charca y de los cebaderos.

El rifle descansaba orientado hacia los mismos, sobre una baranda diseñada a tal efecto, con bala en recámara y seguro puesto. El viejo Mauser, un Obendorff deportivo de doble gatillo, estaba cargado con munición Norma de 180 grains, de punta blanda. El cañón, un Madsen dinamarqués en calibre 7,65 X 54, tendría su debut esa noche, si todo salía bien.

LA ANÉCDOTA INSÓLITA; CINCO VACAS Y UN ALAMBRE.

MUNICION DE TIRO DEPORTIVO CALIBRE 7,65 X 54 PRODUCICA POR FABRICACIONES MILITARES.

Cada cacería tiene una anécdota, que puede ir desde lo cómico hasta lo curioso. La mía fue de terror primero y cómica después, lo cual para mí fue toda una novedad. El apostadero sobre el cual me hallaba tiene cuatro tientos de alambre que le ofrecen estabilidad extra frente a los fuertes vientos regionales. Una hora antes de que se hiciese noche escuché a mis espaldas ruido de ramas rotas dentro del monte. Tomando el rifle me preparé para lo mejor. Pensé que estaban bajando temprano, lo cual era una suerte.

Como la pared posterior del refugio es sólida y sin ventanas, tenía que esperar a que, fuese lo que fuese me rodease para poder verlo. De todos modos me extrañó la dirección de aproximación del animal. Por unos minutos no pasó nada. Pensé que me había venteado y huido.

Estaba en medio de esas cavilaciones, cuando de pronto todo el apostadero se sacudió, inclinándose hacia un lado, al mismo tiempo que se escuchaban unos pasos apresurados sobre el barro. Luego el silencio envolvió todo. Picado por la intriga traté de entender que estaba pasando. Luego escuché otros pasos, seguidos por otro sacudón. Ahora ya estaba seguro. Esto tenía que ser una broma de algún cretino de dos patas, pues no tenía otra explicación. Que yo sepa ningún jabalí tropieza dos veces con el mismo obstáculo.

Cómo ya no tenía sentido no hacer ruido, abrí la puerta del apostadero para poder ver al gracioso. Me tomó unos instantes comprender lo que ocurría. Frente a mí había cinco vacas que se acercaban al agua por un sendero. Uno de los vientos de sostén lo cruzaba casi al ras del piso, y los animales al no poder verlo se lo llevaban por delante, con la consiguiente sacudida que esto producía en el otro extremo.

Ya había sufrido dos conmociones. Aún quedaban tres vacas más por pasar. Cerré la puerta, volví a sentarme firmemente en la silla asegurando el rifle, me armé de paciencia y pedí que la estructura aguantase. Tres terremotos después todo volvió a la normalidad, o eso me pareció a mí. Vaca que bebió vaca que voló dice el refrán, y adivine Ud. por dónde salieron un rato después. Al menos lograron que mi espera fuese cualquier cosa menos aburrida.

Todo este bochinche parece haber sido parte de la rutina de cada día, pues cuando finalmente las nubes cubrieron la luna, el jabalí entró al trote firme al cebadero más cercano al linde del bosque. Podía escucharlo moverse, pero era imposible verlo. El animal había esperado el momento adecuado para hacer su movida.

Durante un buen rato estuvo masticando granos de maíz impasiblemente. De repente el viento incrementó su intensidad. Si las nubes se corrían tendría mi oportunidad, pero para cuando finalmente hubo suficiente luz para ver, la playa estaba desierta. Se había ido como vino. Al trotecito y sin luz.

Esta era la segunda noche que nos hacía su pequeño acto de magia. Probablemente pensó que era un chiste. Pero esta vez yo estaba seguro, o deseaba estarlo, de que volvería más tarde. Lo había hecho el día anterior; ¿por qué no hoy?

Decidido a esperarlo, me armé de paciencia, acomodé mi cuerpo en la silla y.... me dormí. De algo estoy convencido. No debo de haber roncado. De haber sido así ni un jabalí sordo entraba a ese tajamar. Me despertó el ruido del maíz al ser triturado por los dientes.

Todavía entre dormido intenté verlo, pero no era posible, al menos a simple vista. Con mucho cuidado levante los largavistas. Después de buscar un rato y guiado por el ruido, lo encontré. Con la escasa luz reinante era imposible decir que era rabo y que jeta.

Dejé los largavistas y empuñé el rifle, dirigiéndolo en la dirección del animal. Sólo podía esperar a ver si las condiciones de luz mejoraban. Los minutos transcurrían rápidamente y temía que abandonase el lugar nuevamente. Las nubes cedieron un poco su ceñida red y la intensidad de la luz aumentó como para permitirme ver el contorno del animal en la mira y orientarme en cuanto a su posición espacial. Increíble. Estaba dándome su flanco.

Ubiqué su trompa como pude y, estimando la posición de los pulmones, disparé. Cuando el ruido del disparo se acalló todo volvió a la normalidad anterior. El silencio era absoluto y la playa estaba desierta.

Rastrear un animal herido de día en los montes pampeanos es tarea difícil, pero no imposible. Rastrear de noche un jabalí, presumiblemente herido, y dentro de ese monte, no es ni posible ni aconsejable. Probablemente lo único que uno logre sea empujarlo a correr más, sí es que está herido. Es mejor dejarlo en paz un rato y luego buscar un perro. De todos modos no tenía intenciones de hacer nada en ese momento.

EL

Después del disparo todo fue quietud. Como el fogonazo del disparo tiene la virtud de anular la visión nocturna, no había podido observar ninguna reacción del animal. No sabía si había conectado o no.

RESTOS DE CAMISAS DE COBRE EXTRAIDAS DE TROFEOS. EN ESTE CASO LA MUNCION FALLO AL PRODUCIRSE LA SEPARACION ENTRE EL NUCLEO Y LA CAMISA DEL PROYECTIL.

Con mucha tranquilidad y placer, encendí un cigarrillo. Retiré la vaina servida y coloqué un cartucho fresco en la recámara. Luego busqué la linterna. Estaba decidido esperar una media hora antes de moverme, de manera que me puse cómodo, pero esta vez no me dormí. Pensaba ir hasta el lugar donde el animal había estado comiendo cuando disparé y buscar rastros, sin revolver mucho. El Profesor Tommy no llegaría hasta las doce, hora en que me pasaban a buscar y no era conveniente alterar el escenario hasta su arribo.

Rifle y linterna en manos, a paso tranquilo, cubrí los 80 metros hasta los cebaderos. Las hozaduras frescas me señalaron con exactitud en cual había estado comiendo. Alentado por esto comencé a buscar huellas que me indicasen la dirección de partida. Finalmente las encontré.

En particular se destacaba una, donde se había afirmado para pegar el primer salto y salir arando en su loca carrera hacia el corazón del monte. No encontré nada más. De sangre ni hablar. Ni en el pasto ni en los arbustos cercanos a la altura del tórax. Lo único positivo era la dirección de las primeras huellas. El resto era una incógnita.

En estos casos es conveniente no alterar mucho el lugar hasta la llegada de los perros, o hasta que se disponga de buena luz. Si el animal está herido, aunque no deje rastros como en este caso, es probable que "rompa monte", dejando detrás de sí alguna mínima huella de su pasar. Estas suelen ser ramas quebradas o alguna mancha de sangre sobre las hojas del pasto, a la altura de la herida. Lamentablemente cuanto más se demore la recuperación, más posibilidades existen de que la carne se arruine.

Pensando en todo esto volví al apostadero. Una vez arriba me acomodé en la silla, prendí otro cigarrillo y me puse a repasar todo. No había forma de estar seguro que había pasado. La oscuridad me había impedido ver algo. Por otro lado, la cercanía al blanco hace imposible escuchar el impacto sobre el animal. A tan poco metros este sonido es tapado por el ruido de la detonación, haciendo que el cazador no lo escuche. Me dormí tratando de resolver la incógnita.

Esta vez fue el ruido de la camioneta de Richard, el dueño del campo, lo que me despertó. Preparé todos mis bártulos y descendí del apostadero. Ahora comenzaba el trabajo.

Junto a mi amigo se hallaba el Profesor Tommy. Este perro posee una personalidad particular. Afable, alegre, afectuoso y amante de las perdices, parece haber sido destinado por su dueño a rastrear chanchos debido a su gran habilidad al respecto. De allí lo de "Profesor". Y lo hace muy bien, aunque se encarga de hacerle notar a todos que ese animal pestilente, grosero y carente de plumas llamado jabalí, no es una presa digna de rastrear.

No tardó más que unos segundos en levantar el rastro, y de paso nos enseñó dónde había dejado una gotas de sangre. De alguna manera sabe cuando un animal está herido y lo demuestra. Su actitud es clara. Pega la nariz a tierra y parte sin titubear. Para no perderlo es necesario ponerle una cuerda, ya que no espera por nadie. Le gusta terminar rápido, sobre todo aquellas tareas que considera denigrantes para su estatus de perro de plumas.

Habremos tardado unos 10 minutos en encontrar al padrillo. La demora se debió a la lentitud de Richard y la mía para movernos dentro del monte. Había alcanzado a correr unos doscientos cincuenta metros antes de desplomarse. Cuando llegamos a su lado se hallaba duro sobre un charco de sangre.

Tommy nos miró como preguntando ¿suficiente con este juego ya? Acto seguido partió ofendido hacia la camioneta, a continuar con su interrumpido descanso. Después de todo era ya más de la medianoche.

El disparo había perforado los dos pulmones, arriba, un poco por detrás y arriba del codillo y salido por el lado opuesto. Mortal pero un poco alto, casi unos dos dedos debajo de la columna vertebral. Un poco más arriba y el animal hubiese quedado tieso en el lugar, pero no fue así.

Por una simple cuestión de gravedad, las regiones mejor irrigadas del pulmón son las bajas. Esto no ayudó mucho con el sangrado. El orificio de salida no era grande, lo cual me extrañó. Tan solo un poco mayor que el de entrada, como constataríamos después. La piel lo había auto sellado, algo bastante frecuente.

Como el proyectil había perforado limpiamente, no tuvimos la oportunidad de recuperarlo para evaluar su comportamiento. De todos modos no teníamos muchas dudas con respecto a su capacidad para realizar la tarea encomendada. Había dejado al jabalí tieso, como un mudo testigo de su letalidad.

Posteriormente, cuando carneamos al animal comprendimos por que la punta no expandió totalmente. Tanto al penetrar como al salir no había roto costillas, las cuales le habrían opuesto alguna resistencia haciéndolo expandir. Tampoco había tocado algún hueso grande como para iniciar la deformación y expansión.

Esto, sumado a la corta distancia de disparo, 80 metros, hizo que la punta penetrase a muy alta velocidad, lo cual ocasionó la sobre penetración. Para aquellos que prefieren este tipo de desempeño, la punta fue eficaz en un 100%. El hecho de que dejara un rastro de sangre tan escaso y que no supe encontrar se debió a dos hechos fortuitos; la altura del impacto en los pulmones y a que la sangre se acumulara por debajo de la piel.

El padrillo acusó unos cien kilos y cuatro años de edad. Los colmillos son los de la foto. Como trofeo y juzgándolo solamente por sus medidas, es aceptable. En cuatro años más hubiese sido admirable. Particularmente los lomos probaron ser tiernos, cosa que tiempo después no hubiese sido el caso. Preparados con salsa de vino tinto y cebolla y servidos con arroz blanco hicieron un plato excelente.

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